¡Cómo caíste del cielo, oh Lucifer, hijo de la aurora! ¡Cómo has sido derribado en tierra, tú que fuiste tan poderoso luchando contra las naciones del mundo! Porque te extasiabas pensando: «Subiré al cielo y gobernaré a los ángeles».
Isaías:14:12-27
Y aconteció que un día vinieron los hijos de Dios a presentarse delante de Jehová, entre los cuales vino también Satanás.
Job:1-6
Era el tercer auto que robaba, y solo porque sí.
Ya tenía muchos, pero muchos años, y desde la desaparición de su hijo, el que era su luz y que cayó en desgracia, no encontraba remedio o solución alguna, estaba enojado con todo, y se sentía desdichado, sin fe ni esperanza. Ya había ido a prisión cinco veces, tres por enfrentarse a golpes con la autoridad pública, una por asalto a una licorería y la última por el primer robo de auto. Los manejaba hasta quedarse sin nafta, y los dejaba tirados, como buscando algo o a alguien. Lo demás era un simple acto de rebeldía.
Se repetía constantemente que la vida no era la idea que él se había hecho, y pensaba que solamente no era perfecta, que se le escapaba de las manos y con desazón se desentendía.
Estaba en un callejón oscuro, con una botella de vino en su mano derecha, la otra sobre el volante del mini cooper recién robado, yla ventanilla de su lado completamente baja pese al frío. El codo dolorido le recordaba que los vidrios de los autos importados eran más duros, sonrió amargamente para sí y se preparó para dar unas vueltas en la pequeña nave inglesa. Encendió la radio y busco una estación de rock, apretó los botones hasta dar con lo que buscaba, en una estación de las de “arriba” dio con lo que quería escuchar. Megadeth tocaba su canción «Symphony of destruction», esta vez su sonrisa fue audible.
En neutral, apretó el acelerador dos veces cortas y una tercera vez más larga, la máquina rugió como entendiendo de lo que iba el juego. Encendió las luces y movió el compacto a una calle con tránsito, entró lentamente como incorporándose a las olas de autos que pasaban. ya era de noche.
A las 7 de la tarde, en invierno, y en una ciudad como Buenos Aires, la noche se sentía fría, pesada y muy real.
Dio las primeras vueltas por el centro casi sin pensar, quizás distraído con mil voces en su cabeza, el trash metal de la radio dio paso a más trash metal, Megadeth se apagó para que Metallica con su «Master of puppets» tomara la posta, en su cara se dibujó una sonrisa que mostró mil dientes impecables, esta ya era una buena noche, quizás la que estaba esperando. Así busco el acceso más rápido a la autopista.
La maquinita estaba deseosa de correr.
Casi como si fuera un milagro, todos los semáforos se pusieron en verde en su camino a la autopista.
Tomó la autopista Ricchieri a la altura de Entre ríos hacia el lado del aeropuerto. Hasta el peaje que da una bifurcación para acceso oeste tendría unos 7 kilómetros, los que calculó rápidamente, sabía que tendría que disminuir mínimamente la velocidad en ese punto. En sus planes no estaba pagar el peaje, solo quería seguir exigiendo a fondo el bello compacto grisáceo y su gran motorcito.
Apenas se subió a la autopista, el bólido mostró una prestancia superior a lo que había imaginado nunca, pese a conocerlo y muy bien, era la primera vez que él personalmente manejaba uno.
El pequeño de cuatro ruedas llegó a los 120 kilómetros por hora en escasos segundos, por ser un miércoles laboral, y las 19:30 de la tarde/noche de un invierno particularmente crudo, se podría decir que había poco tráfico en la autopista. Para llegar a los 180 km/h solo tuvo que esquivar tres autos, lo único que lamentó era el frío que entraba por la ventanilla rota del conductor, se acomodo el cuello de su abrigo sin soltar con la mano derecha el volante, y apretó aún más el acelerador del auto ingles. La botella de vino, ya descansaba vacía en el asiento del acompañante. Dos kilómetros antes del peaje ya circulaba a unos hermosos 220 km/h. aunque en dos ocasiones tuvo que aminorar para no llevarse, primero un camión y luego una familiar por delante. Después de que una familia en una minivan pasara delante de él en la estación de peaje, dejó que aquel auto se alejara unos 50 metros y aceleró rompiendo con el parabrisas del auto la barrera del peaje, el empleado del cubículo se asomo impactado. Parecía una joven de no más de 35 años, con cara de inocente y asustadiza.
La máquina, ya caliente, respondió mejor que antes a los comandos internos y la pequeña bala gris llegó a los 245 km/h en menos de un kilómetro. El cuenta vueltas analógico del auto mostraba que las revoluciones del coupé eran de 5000 rpm. El motor estaba perfecto y aún quedaba pedal.
Lo apretó un poco más, el auto reaccionó positivamente y trepó hasta los 260 km/h. El tráfico era muy leve cuando ya estaba pasando para el lado de provincia. Es exactamente en el distribuidor de la General Paz, que ocurre lo que estaba esperando. En ese distribuidor, que visto desde la cámara de un helicóptero mostraría un dibujo similar a una rosa dibujada por un niño en el piso.
Una Ford F-100 modelo setenta y algo que transporta unos pocos y preciados objetos —la mudanza de un estudiante recién independizado—, entra muy lentamente sobre la derecha en una maniobra correcta. Esto no hubiera sido un problema, pero el mini cooper que en aquel preciso momento se encontraba a más de un kilómetro y medio, tuvo que esquivar a un corsa que venía también a buena velocidad, en su caso la máxima permitida. Para esquivar este auto, el mini tuvo que abrirse hacia a la derecha y a la magnífica velocidad de 260 km/h se encontró con la camioneta en dos segundos.
Sin posibilidad de esquivar la camioneta, el conductor solo pudo aferrarse al volante de cuero del pequeño importado.
Todo sucedió en un segundo, o casi.
La cola de la camioneta de caja grande y alta, se materializó de la nada, no pudo más que cerrar los ojos y esperar el impacto. Pero no ocurrió. No como se lo esperaba.
El pequeño cohete se incrustó de lleno en la caja maciza de la camioneta, que por ser un vehículo más viejo, aguanto mejor el impacto, se sabe que los autos modernos son seguros, pero sus partes son más endebles, por no decir, que son de plástico.
El auto se incrustó bajo el paragolpes plateado de la camioneta, en una infinitésima de segundo, la parrilla y las dos luces muy bonitas y redondas del mini desaparecieron. Literalmente desaparecieron. No es que se desintegraran, no no, desaparecieron. Luego el forense estaría buscando más de una hora entre los escombros para encontrar algo, aunque sea diminuto, de la trompa del mini.
El conductor, agarrado al volante recién empezaba a acusar el impacto, cuando casi toda la trompa del autito ya no estaba en este mundo. El capot se arrugó como una colcha sobre una cama mal estirada. El vidrió estalló, en más de cien millones de pedazos justo cuando la cabeza del conductor viajaba hacia adelante para, con la frente, encontrar el ya roto volante del vehículo que estaba diseñado para quebrarse y no incrustarse en elpecho del pasajero. Es en ese momento, cuando la frente estaba a un centímetro del cuero de alta calidad del volante, cuando sucede lo extraño.
Con los ojos cerrados, los brazos ya vencidos, no aferrados al volante y miles de pequeños insectos de cristal a su alrededor, a una nada de dar la frente contra el volante, en un impacto que seguramente será fatal que…
...de repente estaba afuera de la máquina, viéndose a sí mismo, moviéndose en súper, súper slow motion. Se ve, ve la camioneta y a su conductor que gesticula algo, queriendo dar un grito. A su lado el estudiante de la mudanza, que aún no se había percatado del impacto mostrando en su rostro el susto y la sorpresa generados por el grito del fletero.
Él ve todo, cosas que no debería ver y que no entiende. Se ve a sí mismo en un accidente fatal, sin escapatoria, detrás del volante.
Estaba parado aquí sobre el asfalto, descalzo y con la misma ropa que el otro del accidente. Se reconocía y no. Mientras, el tiempo es un bosquejo inexplicable de sí mismo, una foto casi congelada. Él estaba a dos metros de todo pero no se horrorizaba. Solo pensó lo peor: «ya estoy muerto». Miró hacia el cielo y vió todo con claridad, nunca había visto tantas estrellas en el cielo de buenos aires. No había ruidos, de ningún tipo, ¿sería posible que este detener casi total del tiempo hubiera eliminado la parte sonora? Se preguntó sin entender qué estaba sucediendo. Levantó una mano y se la miró, mientras a menos de dos metros se desataba un caos totalmente irracional.
Las luces amarillas de la autopista lo sumergieron en un cuadro de Chirico y sintió esa misma nostalgia que le daban los cuadros de su pintor favorito. Su mente se empezaba a sobrecargar de información, se sintió desfallecer y cuando las piernas le empezaban a flaquear, escuchó una voz.
—Bueno, bueno, bueno… tanto lo buscaste que acá lo tenés —era alguien detrás suyo, pero no lejos, eso lo trajo de nuevo en sí.
Al darse vuelta vio la figura de una persona de 30 y tantos, elegante, alto, también descalzo y con ropas blancas, pero no lograba distinguir la cara, algo fallaba en su percepción del rostro. Pensó en esas personas que no logran distinguir ningún rostro aunque lo tengan enfrente. Notaba que en donde debería estar la boca algo se movía y escuchaba la misma voz, potente y segura. Pensó que aunque estuviera a 500 kilómetros igual la oiría.
—Pienso que esto, mas que un accidente, es un suicidio… y hasta me atrevería a decir que fue un llamado de emergencia para mí —le dijo y el conductor creyó percibir un tono jocoso, casi divertido en la voz.
«Prosopagnosia», estalló una voz en su cabeza, la suya ahora, y un pequeño alivio se inyectó en su sobrecargada mente. Se repitió, para sí, prosopagnosia… es la enfermedad de los rostros.
Lentamente trató de enfocar su mirada para hacer frente a ese otro que le estaba hablando.
—Es por mi hijo, es todo por él, no se como sobrellevar su ausencia —dijo, casi con vergüenza y un brillo raro en sus ojos.
El otro se acercó dando dos poderosos pasos y se colocó a su lado.
—Eso podemos arreglarlo —luego dió un pequeño paso más hacia él y le apoyó una mano sobre el hombro —imagino que ya sabes quien soy, ¿no?
Con mucha confusión en su cabeza, y una nube de sensaciones descargando corriente en su mente cognitiva tardó una milésima más en hacer sus matemáticas, y arriesgó un nombre…
—Me imagino que sos la muerte —trató de mostrarse seguro, pero su voz quebrada al final, delató su duda o quizás una expectativa.
Con una risa espantosa y sobrecogedora, la figura habló.
—¡Ja, ja, jaaa! No, no… Ella trabaja para mí, yo soy el señor de las tinieblas, El Diablo, Belcebú, Lucifer.
Y sin sacar la mano del hombro de su interlocutor, hizo una pequeña reverencia con la cabeza. A modo de presentación.
—El tiempo siempre apremia —y agregó, sin dejar de sonreír—: Aunque es un hermoso truco, no dura para siempre —y con la otra mano señaló el accidente que lentamente estaba ocurriendo en ese momento.
Como para darle un marco de mayor sustancia a tal afirmación, una parte del espejo del acompañante, a centímetros de ellos, cambió su posición en el aire y le dio un destello de luz en los ojos al conductor. Este fogonazo lo sacó de su ensimismado pensamiento y preguntó con terror:
—¿Qué es lo que querés de mí? —y enseguida agregó—: Yo solo quiero morir en paz…, y encontrarme con mi hijo.
Algo brilla por todos lados y la mano del diablo sale del hombro y va a su cabeza, más específicamente a donde estaba su frente y dijo.
—Un trato… te propongo un trato. Por algo pequeño, casi insignificante podés ver a tu hijo de nuevo —entonces dio un suspiro largo, como quién repite algo de lo que ya está cansado—, la muerte no reúne, yo si.
El conductor trató de pensar y volvió su vista al accidente. Todo seguía su curso muy lentamente. Vidrios en el aire escapaban en todas direcciones, eso le fascinaba y vio que su frente ya estaba tocando el volante dentro de la cabina del Mini Cooper.
El diablo, como sintiendo que la mirada del conductor estaba en el accidente, carraspea y dice:
—Cada vez hay menos tiempo, tenés que tomar una decisión.
—¿De qué es el trato? —y agregó—: ¿Qué tengo para darte y qué me vas a dar?
—Tu alma, algo tan simple y olvidado, hoy en día, como eso —y en la voz del diablo se sintió un tono amargo.
—¿Cómo es exactamente lo que propones…? —dijo el conductor, sin sacar la mirada del accidente que estaba ocurriendo en ese momento.
El diablo sintiendo que la voz del otro se quebraba, señal de triunfo para él, fue un poco más específico.
—Te puedo dar lo que quieras, en un tiempo razonable, puedes ser un millonario, un político o lo que desees… —el diablo separó sus manos mostrando cantidad, y se notó un tono de triunfo.
—Quiero tiempo con mi hijo, tan solo eso —dijo el conductor, con un tono de congoja. En el aire había algo extraño que el otro no notó.
—Eso es algo muy fácil de arreglar, un tiempo razonable de vida con tu hijo y luego el alma de ambos me pertenecen —el diablo redobló su apuesta.
El conductor sin dejar de ver el accidente y de espalda al diablo, hizo una mueca de triunfo. Entonces dijo:
—Solo quiero tiempo de calidad con mi hijo… —pero inmediatamente agregó—: todo el mundo sabe que sos muy tramposo. ¿Qué garantías puedo tener de que esto no es un engaño?, ¿de que vas a cumplir con tu promesa? —se había dado la vuelta para enfrentarlo por primera vez.
El diablo con el triunfo bajo el brazo rió estentóreamente. Cuandofinalmente compuso agregó:
—Tu alma por tiempo con tu hijo y un poco más de vida “normal” para vos. ¿Me olvido de algo?
El conductor con cara de derrotado, pero con una sincera alegría en sus ojos. Dijo:
—No, solamente quiero tiempo de verdad con mi hijo, pero que esté conmigo. Lo quiero conmigo. ¡QUE VENGA CONMIGO! —Hubo un marcado énfasis en la última parte de la sentencia.
—Eso es fácil de arreglar, lo tendrás donde lo desees, sea el lugar que sea, a mi me da lo mismo —el diablo movió la mano en un gesto que mostró el comienzo de su fastidio.
—Te estoy dando mi alma, es algo muy valioso, quiero que todo se pacte correctamente y sin equivocaciones —acotó el conductor.
—Correcto, será como lo quieras, pero al finalizar el tiempo de tu vida, tu alma me pertenecerá —se notaba un apuro en la voz del diablo.
—Entonces tenemos un trato —dijo el conductor encarando al diablo, y dando por finalizadas las negociaciones estiró su mano derecha.
—Un trato —repitió el diablo, y haciendo lo propio estiró a la vez su mano para el apretón que sellaría el contrato verbal adquirido.
Quizás, por el tiempo que le llevó, por que tenía otros compromisos, o vaya uno a saber por qué, en el instante en que ambas manos se estaban por encontrar, el diablo notó una chispa en los ojos del conductor, y sin embargo no se detuvo. Le llamó la atención pero continuó y hasta emuló el gesto, sonrió sinceramente, mientras ambas manos ya entrelazadas subían y bajaban.
—¡Trato! —Dijo con alegría.
Se hizo una luz alrededor de ellos.
Entonces Lucifer volvió con su padre al reino de los cielos.


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