Saint-Exupéry ponía en boca del zorro, en su inmortal obra El principito que “Los rituales son necesarios” y luego le hacía explicar que “Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas”. Es decir que los rituales son importantes para que haya momentos que, al diferir de otros, adquieran relevancia en nuestras vidas y estas no sean finalmente un espectro continuo donde nada sea trascendental. Con eso en mente me he puesto a reflexionar sobre la importancia de este rito que justamente hoy hace que tanta gente mande deseos de un mundo mejor por las redes y WhatsApp: Las Pascuas.
La palabra Pascua (pascae en latín, pèsaj en hebreo) significa PASO y para cada cultura, como ocurre con todo valor simbólico, tiene un significado distinto. En el caso de los Judíos representa el cruce del Mar Rojo cuando huían del ejercito del faraón, es decir el PASO de la esclavitud hacia la libertad. Para los Cristianos se conmemora el sacrificio del Mesías, quién por amor, vence a la muerte y abre un camino de esperanza, redención y vida eterna para toda la humanidad. Incluso para quienes no adherimos a unos ni a otros, esta fecha se relaciona con aquello que es esencial al ser humano —conciencia, alma, dimensión interior o como sea que cada uno lo denomine— y que por fuerza es superior, más real o más perdurable que el mundo material que nos rodea.
“Lo esencial es invisible a los ojos”, le hacía decir el bueno de Antoine a su pequeño príncipe y es cierto pues la materia, tangible, visible, por sí sola no tiene sentido ni dirección. Es el SER quien le otorga significado y no se trata de negar a la materia y lo que ella conlleva, sino de ponerla al servicio de lo importante: el amor, la verdad, la libertad, la belleza, etc.
Volvamos un momento al Cristo de la cruz. La suya no es la única resurrección que nos llega desde la noche de los tiempos. De hecho es un evento que se repite atrás en la historia en diferentes culturas y lugares, como si los sabios de su tiempo intentaran prevenirnos: Osiris para la mitología egipcia, Dionisio para los griegos, Quetzalcóatl en mesoamericana y Baldur para los nórdicos, por mencionar algunos, los más conocidos. Cristo y Osiris. Para algunos investigadores, la misma figura narrativa, aunque nacidas en contextos distintos. Y es que ambos renaceres comparten un simbolismo similar y profundo: la muerte del ego, la transformación del alma y el renacimiento hacia una nueva conciencia. Estas historias, más allá de su valor mítico o religioso, nos invitan a reflexionar sobre el cambio como un proceso sagrado y necesario.
En estos relatos, el sufrimiento no es un castigo, sino una etapa imprescindible para renacer como seres más compasivos, justos y conscientes. Así como Cristo vuelve de la tumba con un mensaje de amor y salvación y Osiris renace para traer orden al caos, se hace evidente que para ser mejores personas nosotros también debemos atravesar nuestras propias muertes simbólicas: dejar atrás la indiferencia, el egoísmo y la competencia cotidiana. Gestores estos del individualismo con el que nuestra sociedad marcha rumbo a la disgregación final. Hacia la nada.
Habrá entonces que renacer. Transmutarse en otro, alguien mejor y más útil a la humanidad. Claro que este renacer en soledad no tiene sentido, debe ser un acto colectivo. Solo pensando en que somos parte de algo más grande que nosotros mismos es que podremos construir esa sociedad más justa e igualitaria que tanto anhelamos. Dejar atrás el ego —o al menos domarlo—, la indiferencia y la codicia, no ya como individuos sino como sociedad. Solo así podremos despertar de forma práctica a una vida nueva, más plena y luminosa, donde el otro no sea una amenaza sino parte de nosotros mismos. Un hermano.
En esta visión que hoy me embarga, el progreso no se mide solo por lo que acumulamos o construimos externamente, sino por lo que cultivamos en el interior: sabiduría, compasión, integridad. Y es que cuando la materia domina al ser, nace la idolatría del poder, del consumo, de la apariencia. La historia nos grita con miles de ejemplos pero solemos ignorarla. Solo cuando el ser —nuestra esencia— se eleva por sobre ella es que florece la justicia, la paz y la auténtica libertad. Una sociedad nueva requiere del compromiso de todos y esta resurrección colectiva exige valentía espiritual: mirar hacia dentro, aceptar que no somos perfectos, cambiar lo que no suma, y renacer para el bien común.
La conclusión es obvia: el acto de reconocer la supremacía del ser es en sí mismo el llamado al cambio, a ordenar nuestras prioridades, a vivir con profundidad, y a construir una sociedad que valore más el ser que el tener. Un llamado que no proviene de una deidad superior externa sino de nosotros mismos y esto lo vuelve aún mucho más potente e inevitable.
"Conócete a ti mismo" rezaba el aforismo griego inscrito en el pórtico delante del santuario del templo de Apolo en Delfos, y es que para transformar el mundo en algo mejor debe existir justicia y es sabido que toda justicia verdadera nace primero en el alma.


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