De falacias y otras yerbas
por Laura Maldonado
En un aula del sexto piso de la Facultad de Derecho, el profesor de Metodología de La Investigación recomienda un libro de Kant. Este texto está por fuera de las lecturas obligatorias y solo es para aquellos que les interese profundizar sobre ese tema en particular. Una alumna de unos escasos veinte años pregunta si es de fácil lectura. El profesor la mira y luego responde "depende para quien. Si vos me decís que es para un adolescente de 15, y..., yo te diría que no. No es como leer el Principito, pero si te interesa, probá y fíjate si te parece difícil el texto". La alumna lo mira unos segundos y le retruca "¡Ay, Profe! No sea así. A mí me re costó entender El Principito". Se hace un silencio incómodo por unos instantes y el profesor sigue con su clase. El docente de Prácticas del Lenguaje de primer año de secundaria les pide a sus alumnos que identifiquen en los capítulos del libro los géneros literarios a los que hace referencia. Es un texto que han trabajado poco en clase, hay terminología específica que no se ha explicado y tampoco se aclara que el trabajo práctico requiere algo de investigación, ni cómo se debe realizar una entrega formal. Los chicos se enfrentan a un texto de unas cien páginas de una interminable entrevista a una actriz. Pero no saben el por qué es importante ese libro y qué persigue el profesor con esa lectura. La señora tiene alrededor de sesenta años. Terminó su secundaria y empezó a trabajar en una empresa familiar. Un poco más de 40 años dando vueltas en el mismo ambiente. De su casa al trabajo y del trabajo a su casa. No le ha interesado estudiar después de terminar el colegio y el último libro que leyó fue hace más de veinte años. Su mundo se completa con los noticieros de una sola cadena de televisión, las series y películas que ve vía streaming y lo que lee en Facebook, la cual es su red social preferida porque allí tiene todo lo que le interesa: las fotos de sus compañeros de secundaria, la historia lacrimosa de alguna celebridad de turno, las noticias que no puede ver en su canal favorito y alguna dudosa investigación científica que no divulga donde está publicada. Hace no mucho tiempo atrás, tal vez hace unos veinticinco años o poco más, la realidad que se vivía era diferente. Veinticinco años parece mucho en esta era de la inmediatez, pero si lo vemos a nivel evolutivo es un suspiro. Hace veinticinco años internet recién estaba arrancando en nuestro país y no estaba al alcance de la mano de todos. La información no la teníamos ya, los libros digitales no eran fáciles de encontrar y las investigaciones científicas las encontrabas en una biblioteca, y no en cualquier biblioteca de barrio. Cuando no sabías cómo escribir una palabra, buscar en el diccionario era más rápido que prender la computadora y esperar a que el Windows arrancara. Hoy la rapidez, el vértigo, la impaciencia, el "lo quiero ya", el "lo necesito ahora" hace que todos corramos a un ritmo vertiginoso. Desde el bebé que sabe manejar una tablet a los 10, meses como el abuelo que se sumerge en el sillón con el control remoto saltando de una aplicación de streaming a otra en cuestión de minutos. Hoy la información la tenemos, literal, en la palma de la mano. Ya no hay más corridas a última hora hacia la biblioteca, ni existe el buscar en un diccionario. ¿Pero es fidedigna toda la información que sale en el buscador en cuestión de segundos ? ¿Es confiable? ¿Cómo podemos saber qué fuente usar? ¿Todos tenemos el mismo criterio para discriminar una fuente confiable de otra? ¿Qué es eso que nos permite tomar la decisión adecuada o la que nos resulta más apta dentro de un abanico (que aparenta ser infinito) de información? Un pensador positivista no dudaría un segundo en contestar que es la racionalidad. Porque es a través de los sentidos, pasando por el entendimiento y terminando en la razón que se puede conocer algo. Para lograr esto se requiere tener pensamiento propio, crítico. ¿Se puede lograr esto si repetimos como loritos lo que dijo el vecino, lo que dice el Facebook o lo que piensa el periodista del programa de las 10 de la noche? Si hacemos esto solo caeríamos en la falacia de la autoridad, donde suponemos que el hecho de que alguien sostenga que cierta proposición es verdadera la hace verdadera. La respuesta no está ahí. Está en ese acto que nos da la libertad primigenia. Está en el acto de leer. Sí, no hay mayor acto de libertad y de rebeldía que el de leer. Es mucho más que un hábito o una costumbre. Dicen que el verdadero ignorante es aquel que sabiendo leer no lee. Y eso me hace pensar en los personajes del principio. Tres casos que no son hipotéticos. Durante los años de primaria se supone que se enseñan las herramientas para aprender a leer, a comprender un texto, a armar una respuesta válida a una pregunta específica sobre un escrito. Y a medida que se avanza en esa educación formal es que podemos descubrir lo que leer implica. Hay que leer lo bueno y lo malo porque solo así se puede luego discriminar lo valioso de lo que no lo es. Es en el nivel secundario donde, por lo general, la mayoría aprehende las estrategias para lograr una comprensión lectora. Es donde debería haber un docente que explique por qué eligió un texto, qué es lo que pretende que sus alumnos afiancen y qué conocimientos quiere que hagan suyos. Si el profesor es hábil, sabrá cautivar a sus alumnos hasta con el feo texto de La dama boba escrito en castellano antiguo. Pero esta responsabilidad no recae solo en los docentes, porque ellos enseñan pero en la casa se educa. Un hogar donde un adulto lee, donde hay libros de temas variados, donde se habla de todo y lo que no se sabe se investiga, es un hogar que brinda apoyo, que nutre la curiosidad y que fomenta el pensamiento crítico. Esos adolescentes incipientes que se enfrentan a una entrevista interminable de cien páginas sin saber para qué la leen podrían ser cautivados con facilidad si antes de leer el PDF insufrible les cuentan que esa actriz fue parte de los partisanos que lucharon contra un régimen autoritario y que mientras duró la guerra fue una espía. ¿Qué adolescente puede dejar de lado una buena historia de espías? Pocos. Y esa misma historia abre un mundo de escenarios para imaginar, investigar, preguntar, polemizar. Y cuando se quieren acordar, cada uno tiene un punto de vista. Un pensamiento crítico. Un razonamiento propio. Eso nos lleva a la alumna de la Facultad de Derecho. Tal vez si hubiera tenido esas herramientas podría haberle contestado al profesor que El Principito puede parecer un libro para niños por su estilo sencillo y claro, pero su profundidad reflexiva lo ha puesto dentro del listado de los mejores libros de todos los tiempos. El texto de Kant puede ser más difícil de comprender que la obra de Saint-Exupéry. O no. Pero ella perdió la oportunidad de expresarlo al no saber cómo defender su postura. Y nos queda la señora sexagenaria que durante más de veinte años no ha leído más que los subtítulos de una película y, desde hace unos años, lo que dice el Facebook. ¿Qué pasó con esa mujer que, por pereza, indiferencia o ignorancia no ha ejercido ese acto fundamental que la hace libre? Pasó que perdió la habilidad de reconocer una buena fuente de conocimiento de la que no lo es. Pasó que ahora le cuesta entender textos simples y prefiere, en esta era de la inmediatez, que otro se lo explique, que se lo dé masticado y listo para deglutir, sin importarle que ese otro no tenga idea de lo que dice o, lo que es peor, se aproveche de su pereza inoperante para manipularla y llevarla hacia donde quiere y para lo que quiere. Pasó que se perdió en el vaho rancio de unos valores morales repetidos hasta el hartazgo por alguien que dice hablar por una entidad superior, y es en ese laberinto de palabras embaucadoras donde esta mujer se sienta a juzgar a los demás sin entender lo que es la empatía. Pasó algo mucho más grave: ya no está dispuesta a usar su racionalidad. Hoy tenemos la información en la palma de la mano. Hay acceso a infinidad de archivos, libros, investigaciones, tesis, pero mientras el deseo de la inmediatez siga rigiendo serán menos los que usen su racionalidad y más los que permitan que otros piensen por ellos, porque es más fácil, y sobre todo, más rápido. Quizá nuestra tarea sea hacerle ver a ese grupo de adolescentes y a la alumna de Derecho que aún están a tiempo y que si hacen uso de ese acto maravilloso que da la libertad primigenia, no serán como la señora sexagenaria que se queda pegada al sillón saltando de una app de streaming a otra mientras espera que otro piense por ella.

Que difícil es encontrar buena lectura también! A veces comprar o rescatar un libro sin saber de que trata puede ser un salto de fe muy gratificante
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